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domingo, 20 de febrero de 2011

El erotismo en el arte[1] por Elena Bossi


Existe un género dentro del arte definido, por su temática, como erótico: literatura erótica, pinturas o esculturas eróticas. En general, se suele nombrar como arte erótico aquel que provoca un placer que involucra al cuerpo. Sin embargo, nos dice George Bataille:

“La mera actividad sexual es diferente del erotismo; la primera se da en la vida animal , y tan sólo la vida humana muestra una actividad que determina, tal vez, un ‘aspecto diabólico’ al cual conviene la denominación de erotismo [...] Aquellos que tan frecuentemente se representaron a sí mismos en estado de erección sobre las paredes de una caverna no se diferenciaban únicamente de los animales a causa del deseo que de esta manera estaba asociado -en principio- a la esencia de su ser. Lo que sabemos de ellos nos permite afirmar que sabían -cosa que los animales ignoraban- que morirían.”[2]

Preferimos referirnos aquí al erotismo en un sentido más amplio según el cual el arte siempre es erótico. Resulta difícil separar el placer en “espiritual” y “físico”, y el intento de entender el erotismo consiste, en este recorrido, en una búsqueda relacionada con el aspecto estético. Reflexionar acerca del erotismo con el fin de aproximarnos al arte en general.

Frente a una obra de arte que emociona y conmueve profundamente, uno siente algo parecido al deseo físico: deseamos poseer de algún modo ese cuadro, la música, la obra de arte. Ese deseo proviene de la conciencia de la propia muerte y de nuestra imposibilidad de conocer la realidad.

En una novela de Pierre Klossowski, Roberte, esta noche, Octave, el marido de Roberte sufre porque no puede poseer a su mujer por completo. No puede conocerla desde el punto de vista de otros. Si para su sobrino, Roberte es “atenta y severa”, él no puede actualizar estos aspectos de su mujer. Este hecho la vuelve siempre misteriosa y así, Roberte nunca es poseída del todo y esto lleva a Octave a la perversión de espiarla cuando está con otros hombres para tratar de entrever aquello que le resulta imposible de conocer.

El deseo, el deseo de "poseer" el "secreto" de una obra de arte que nos ha conmovido profundamente, como la obsesión del marido de Roberta, permite establecer un paralelismo: podríamos decir que uno realmente se enamora de las obras, desea contemplarlas desde todos los posibles puntos de vista; siente por ellas una nostalgia premonitoria. Pronto partiremos y el tiempo para conocerla y disfrutarla es breve. Volvemos cada vez que nos es posible a mirar algunos cuadros y lamentamos tener que irnos y dejarlos. Nos resulta penoso pensar que ya no los tendremos cerca como si tuviésemos que abandonar un amor. Lamentamos el final de un concierto y tratamos de prolongar su recuerdo en la memoria. Sentimos pena cuando una obra de teatro que disfrutamos llega a su fin, o cuando terminamos de leer un libro; y volvemos a buscar ciertos fragmentos y a releerlos una y otra vez. Así también nos alegramos al reencontrar en algún museo una obra amada o cuando alguien nos recuerda un libro o una pieza musical. Recorremos los libros leídos en nuestra memoria y hablamos de ellos con lujuria. Y muchas veces asociamos la emoción estética al orgasmo, a esa “pequeña muerte” de los franceses.

Hay un fragmento de la Odisea, muy bello, un momento conmovedor: en el canto VI: Nausica, impulsada por Atenea, pide permiso a su padre para ir a lavar las ropas. Ella menciona las ropas de los demás, pero no los propios vestidos para su boda pues, según se nos dice, tenía pudor de mencionar la boda frente a su padre[3]. Este silencio da otro significado a la aparición de Odiseo: mencionar el temor de pronunciar las palabras instala inmediatamente la imagen de lo prohibido. Sin este velo de pudor, sin este silencio, el lavado de las ropas y la boda próxima carecerían de misterio y es ese misterio el encargado de hacer surgir el deseo.

En la playa, Odiseo, náufrago, sucio y exhausto, ve a Nausica con sus compañeras. Primero se detiene a cortar una rama para taparse el cuerpo[4] (otro velo de pudor). Las muchachas huyen al verlo semidesnudo y lleno de sal; pero Nausica permanece quieta pues Atenea le infunde coraje. Odiseo necesita ayuda urgentemente; teme asustar a Nausica y reflexiona acerca de la mejor manera de dirigirse a ella para no atemorizarla. Piensa en rogar aferrándose a sus rodillas, pero luego descarta esa posibilidad y prefiere hablar desde lejos con palabras dulces y sabias[5]. La conversación continúa con delicadeza. Ambos personajes cuidan extremadamente sus palabras y evitan todo roce posible. No olvidemos que el tema de la boda está presente desde el principio y permanece en el aire. Cada vez que un personaje evita decir o hacer un gesto, recuerda el hecho prohibido y por lo tanto aviva el deseo. Nausicaa y Odiseo esquivan con sus palabras el deseo que esas mismas palabras provocan. Late en sus discursos todo aquello de lo que no se debe hablar.

Sarmiento, en el Facundo, presenta un fragmento que recuerda el episodio de la Odisea. Me refiero a un fragmento del capítulo VIII de la segunda parte. La escena está precedida por una descripción de Tucumán, su naturaleza, su ciudad y las “beldades tucumanas”[6]:


“Daos prisa más bien a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego y que, desfallecidas, van a la siesta a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y laureles, a dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no está habituado a aquella atmósfera.”[7]


Luego de esta presentación que permanece en el recuerdo del lector (especialmente por la “voluptuosidad” que afirma no decir y que sin embargo no hace más que detallar), se narra lo siguiente:


“Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad, en tanto estaba preocupada con la realización de un proyecto lleno de inocente coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad, se dirige hacia el lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho. La más resuelta y entusiasta camina delante, vacila, se detiene; empújanla las que la siguen; páranse todas sobrecogidas de miedo, vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras y deteniéndose, avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan al fin a su presencia. Facundo las recibe con bondad; las hace sentar en torno suyo, las deja recobrarse, e inquiere al fin el objeto de aquella agradable visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que van a ser fusilados.

Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva, la sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición para lograr el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado, y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse en las facciones la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una a una, conocer sus familias, la casa donde viven; mil pormenores que parecen entretenerlo y agradarle, y que ocupan una hora e tiempo, mantienen la expectación y la esperanza; al fin les dice con la mayor bondad: ‘¿No oyen ustedes esas descargas?’

¡Ya no hay tiempo! ¡Los han fusilado! Un grito de horror sale de entre aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas perseguidas por el halcón.”[8]


FOTOGRAFÍA: Valery Bareta (Fotografía, arte y fetichismo)

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